Alrededor de 1.100 personas viven en Isla Grande, la principal de las Islas de Rosario, el archipiélago más numeroso de Colombia con 27 destinos.
En el comienzo no había luz, entonces Dios creó la luna y el sol. Pero el hombre no estaba a gusto, así que aprendió a dominar el fuego y las corrientes, luego metió el dedo en la tierra y sacó carbón y petróleo. Pero hasta que se popularizó el motor de diésel la electricidad no había llegado a muchos rincones del planeta, incluida Isla Grande.
El problema con las plantas de diésel es el ruido. El traca traca incesante del motor que no deja dormir bien. Y el hecho que cada planta –hay cinco en las calles del pueblo– le saca 7.000 pesos diarios a las familias que prenden la luz entre las seis de la tarde y las seis de la mañana. Si alguien quiere leer de noche, o ver televisión, o tomarse un vaso de agua fría tiene que pagar 210.000 pesos al mes. Eso resulta una extravagancia en un pueblo donde se cultivan los alimentos para evitar el costo de traerlos del continente, más si se suma el hecho que el salario mínimo en Colombia es de 740.000 pesos. Varios días al mes transcurren sin energía.
Al medio día recorro las calles de tierra acalorada sin poder imaginarme lo que ocurre. El pueblo hace la siesta, al parecer. Toda una raza de pescadores heroícos dormidos. Un grupo de hombres cincuentones en la esquina, al frente de la gallera donde el tiempo se detuvo, me anima a sacarles fotos a sus gallos. Más tarde uno de ellos habrá muerto: Tyson o La Bestia. La muerte estará rodeada de apuestas y gritos desgarrados que animan al muerto. Se dirá que la precedió el fraude y los hombres que están aquí, alimentando su esperanza con cada minuto que se derrite, se reñirán entre ellos en honor a sus gallos. Luego la pena se irá disolviendo con cerveza y ron, vendrán más gallos, y todos serán amigos de nuevo.
Los “pollos finos” (así llaman a sus gallos) trasquilados me molestan. No me gusta la forma enjuiciadora en que me miran, como echándome la culpa de las navajas que llevan puestas. Sigo el camino rodeado de cocotales en un silencio redondo que encierra al pueblo. De pronto advierto una risotada y un lloriqueo simultáneos. Me he encontrado con el polo opuesto de la muerte, los niños.
Aquí hay un hogar infantil donde una veintena de niños que no suman el peso de una vaca están sentados en mesas de a cuatro, mirándose a las caras de incrédulos mientras se enfrentan a un plato de arroz con plátano y lentejas. Ladiluz de la Rosa, Nataly y otras compañeras se encargan de todos ellos. Le pido a Ladiluz que me diga dónde anda metida la gente del pueblo.
– En el trabajo –responde– aquí cuidamos sus niños de lunes a viernes.
– ¿Y dónde trabajan? Porque no veo a nadie.
– Por allá, señor –me hace un gesto con la mano indicándome que siga el camino, pero no me quiero ir.
Acababa de descubrir el origen de la vitalidad y dominio de sí mismos que mostraban los niños: se mantenían tranquilos solo gracias a que la brisa de dos ventiladores les acariciaba la frente. Noté el asta clavada en el jardín sobre la que se recostaba, en ancha apertura hacia la luminosidad, como un reptil aletargado, un panel solar. Este aparato les había cambiado la vida, pues antes no había cómo mantener a los niños adentro del recinto y las mujeres tenían que improvisar juegos al aire libre para evitar desmayos. Tampoco se podían preparar las meriendas porque no había como darle energía a la licuadora.
Ellas me dicen que en la isla hay dos hogares y que ambos son apoyados en el 100% de sus gastos por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Son los primeros casos en la región Caribe donde se implementa un enfoque étnico en la atención a la primera infancia. Además de cuidar los niños durante el día, quieren inculcarles valores que fortalezcan la cultura. Es una suerte que todavía haya abuelos que vinieron desde Barú a poblar la isla, que era pura tierra baldía, aunque en realidad los pescadores, contrabandistas y cazatesoros de la época ya navegaban allí y acampaban en temporadas.
La idea es conservar la memoria de esas tradiciones, que los viejos vengan a contarles historias a los niños, cosa que al parecer, aun en el remanso de Isla Grande, ya no se da tan orgánicamente. El hogar es al pueblo lo que los comedores a la ciudad ideal de Tomás Moro llamada Utopía, un lugar fresco donde las personas de todas las edades se sientan a la mesa, conversan y se libran de sus prejuicios generacionales.
Cuando el ICBF les entregó los dos ventiladores, Ladiluz les dijo que ellos no tenían energía. “Ahí verán qué hacen con eso”, fue la respuesta del funcionario. Le pregunto si le pareció bien hecho y me dice que sí. Se ha demostrado en varios lugares que la política asistencialista de regalar servicios básicos es insostenible. En el caso de la energía solar, como es muy fácil conseguir un panel e instalarlo, se ha creado el imaginario de que no se requieren técnicos. Pero sin el mantenimiento adecuado, que solo pueden darle personas capacitadas o con recursos para contratar el servicio, el sistema fallará y quedará obsoleto. En Colombia hay 470.000 viviendas, la mayoría en zonas aisladas, que no cuentan con energía. Los paneles son una alternativa si se desarrolla un esquema que los haga sostenibles.
Hay casos que uno no creería si no es porque se los han contado las personas que fueron testigos. Uno de ellos es el de una comunidad que vivía a orillas de un río cristalino a donde llegaron funcionarios del Estado para instalar el acueducto. Cuando se fueron, dejaron una red de tuberías interconectadas a una planta de tratamiento y por primera vez nadie tuvo que ir al río por agua; hasta que llegó la primera factura y decidieron cortar los tubos en la fuente. En otro lugar, el Estado se presentó para instalar postes de luz en la plaza del pueblo. Cuando se fundieron los bombillos nadie hizo vaca para cambiarlos. Los bombillos se fueron yendo. Los agujeros en el techo se encontraron con los dedos –untados de baba– que los niños metían para electrocutarse por turnos. Entonces, como medida de precaución, los adultos resolvieron insertar algo en los agujeros, cualquier cosa a la mano que no condujera corriente y que el metal pudiera morder, un caucho, una chancleta, no, un tejido blando, la tusa de las mazorcas.
Sunbridge Solar Colombia es una empresa que instala paneles solares en la industria, el comercio y el agro con el propósito social de realizar proyectos y donaciones para escuelas rurales. Es un ejemplo de lo lejos que puede ir la responsabilidad social empresarial. Quieren llevar energía a las escuelas del país que no tienen luz, 4500 según la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura. En Isla Grande, luego de analizar el sitio durante una temporada, diseñar el proyecto, asegurarse que la donación –con recursos que vienen en su mayoría del exterior– satisface realmente una necesidad, de reunirse con líderes comunitarios y firmar cartas de compromiso, los instaladores –con experiencia en cientos de proyectos en los Estados Unidos, Nepal y Colombia– viajaron al país para construir el proyecto.
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Ambos hogares en Isla Grande ahora cuentan con suficiente potencia para prender los ventiladores, cargar un celular y un radio o un computador que les sirven a los profesores para realizar sus actividades con los niños. Están en el proceso de conseguir más paneles para energizar una nevera. En esta y las demás instituciones educativas donde han instalado paneles solares, seis hasta el momento, incluyendo un proyecto en Leticia, Amazonas, las comunidades quedan encargadas del mantenimiento del sistema luego de recibir una capacitación y la empresa los asiste si hay alguna falla.
Quizá los viernes al medio día sea el momento en el que todos van a bañarse al mar. Sigo andando hasta llegar a un muelle por el que camino varios metros sobre el agua. Se oyen ruidos debajo del muelle, como eructos de pequeñas olas que rompen aquí. Veo una línea de casas de cara al mar y un grupo de gallinazos que busca las corrientes de aire. En las playas hay hileras de asoleadoras apretadas. Detrás de ellas, están los jardineros, las cocineras, meseros y demás empleados de los hoteles; la gente de Isla Grande.