A lo largo del Pacífico la geografía hace posible que las ballenas y los narcotraficantes se muevan a su agrado. ¿Cómo sobrevivirán en el futuro?
A Johnnier le iban a cortar la cabeza. De haberlo hecho, la sangre se hubiera esparcido por el suelo de la casa, vigorosa y joven, hasta llegar al andén de la calle. Su madre, que regresaba de la plaza con un atún decapitado y abierto de par en par, se hubiera encharcado las sandalias en la puerta. Pero ese día, antes que los sicarios de la Oficina de Envigado le dieran dos tiros en la pierna, Johnnier escaló al segundo piso de la casa, salió al techo y se dejó rodar por el tejado hasta la calle. Recibió un golpe seco y duro en la cabeza, casi mortal, y se levantó con prisa. Luego entraron las balas. Por esos días ya le parecía que su suerte iba de mal en peor, así que dejó el fierro, la droga y renunció a la vida de paraco.
– Aquí eso se logra porque en Bahía Solano hay mucho pelao listo pa los encargos que uno deja de hacer –dijo Johnnier, la voz por encima del motor del triciclo que maneja hoy en día.
– ¿De verdad? ¿Uno simplemente dice que no va más? –preguntó el piloto de la avioneta que nos llevó hasta allá –el Capi– con la voz llena de sorpresa y desconfianza.
– Créame hermano, cuando uno decide cortar por lo sano lo normal es que lo dejen ir. O no sé, de pronto tuve suerte.
Johnnier había perdido el don de la paciencia. Nos conocimos por casualidad. Yo iba a escribir algo sobre el plan del gobierno para comenzar la exploración sísmica en la Costa Pacífica. Me llamó la atención lo que dice la revista Dinero sobre la inversión del país en exploración offshore el año pasado, estimada en 650 millones de dólares: “la más grande en la historia”. El Pacífico tiene 12 bloques petroleros disponibles que suman más de 8 millones de hectáreas y cinco pozos con vocación para extraer gas, uno de los combustibles con mayor potencial para mover al país: representa el 25% de la canasta energética. Iba a escribir sobre el impacto de las pistolas de aire en los tímpanos de las ballenas y de cómo han aparecido cadáveres monumentales en las costas de los países que hacen sísmica marina. Entonces conocimos a Johnnier, que terminó de surfear y empacó nuestras cosas en el tuc-tuc que nos llevó desde el corregimiento El Valle a Bahía Solano.
Sentadas en la arena, tres mochileras con la mirada enterrada en sus libros se imaginaban en medio del paraíso. En la playa se veían chocoanos: mujeres, hombres y niños con peinados en guerra con la monotonía.
– Mirá esa negra, es el milagro que yo necesito – dijo Johnnier apenas salió del agua.
– Vaya háblele –le dijo el Capi.
– ¡Ayyy! Si usté supiera quién es ese man también haría como el que no está mirando.
– ¿El esposo?
–¡Ayyyyyyy comando! Ese man es un paraco duro.
La noche anterior el Capi y yo declaramos que ese mar era patrimonio submarino de los cetáceos. Se ha dicho tantas veces que la ensenada de Utría es la cuna de las ballenas jorobadas que no vale la pena repetirlo. El caso es que allí llegan cada año en el despuntar de junio, después de recorrer 8.000 kilómetros desde la Antártida, a pasar largos días de verano haciendo el amor en una cama de agua mansa y pariendo sus crías bajo la lluvia.
La Costa Pacífica, desde la Bahía de Tumaco hasta el Golfo de Cupica, es una extensa cremallera llena de recovecos que las ballenas y los narcotraficantes usan como balnearios. Una maravilla de la naturaleza, les habían dicho a las mochileras para convencerlas de viajar hasta allí. Lo comprobaron cuando acompañamos a un centenar de tortugas recién nacidas en el descenso peligroso por la arena hasta la orilla del mar. Con un cacho de luna por faro, se dejaron arrastrar por una ola mar adentro, con la esperanza de que una corriente se las llevara lejos. Los científicos dicen que esa carrerita es la que imprime en la memoria de las tortugas la localización exacta de la playa donde una en mil regresará a desovar.
–¡Ni los radares de la armada son tan precisos! –dijo Johnnier, que, desde un punto de vista comparativo, es igual que las tortugas: uno en mil combatientes que logra esquivar la muerte.
Amanecimos en una casa en el aire rozando con la mirada las cabezas de las palmeras. Un flaquísimo guayacán negro, la bandera del territorio cetáceo, sostenía el techo de paja. Desde la habitación sin paredes el horizonte nos dejó ver tres ballenas que soplaban agua mientras nadaban en dirección al norte. Esa tarde los mamíferos volverían a aparecer en la playa de El Valle y Johnnier nos diría que tal cual se mueven los contrabandistas de droga, de bolsillo en bolsillo, sin mucha prisa, en pequeñas lanchas de fibra de vidrio invisibles a los radares.
A diferencia de la Costa Caribe, larga y delgada, el Pacífico es una selva que se abraza y se aprieta como una almohada. Haciendo a un lado el suroeste de India, donde los monzones hacen innavegables los ríos, en el Chocó llueve más que en cualquier parte del mundo. Pero el monzón es súbito y temerario, de repente cae como un golpe de hacha. En cambio en el Chocó la lluvia es una serenata interminable, con breves intervalos luminosos, que lanza al hombre a navegar dentro de sí mismo. De ahí la raza hermética, la gente sin afán.
Al Capi le pareció raro que Johnnier le dijera a la gente Comando, y le preguntó de dónde había sacado eso. Después de vacilar, Johnnier nos dijo que ahí donde lo vemos hace unos años ya nos habría robado todo. Nos contó su historia mientras esquivaba huecos en la carretera destapada y cantaba las letras que había compuesto para explicarse la manera en que se vio metido en ese enredo.
Los paramilitares en Bahía Solano no acapararon tierras para ganadería, ni para extraer maderas del bosque o hacer minería, según Johnnier. A todos ellos les cobraban vacunas. Johnnier, que por supuesto no se llama así, era el encargado de hacerlo y cuando viajaba a Medellín para gastarse la paga (alrededor de dos millones quinientos al mes), traía de vuelta dos borojós maduros rellenitos de cocaína y LSD para su consumo personal. Antes de la minería ilegal, el paramilitarismo en el Chocó lo financiaba el narcotráfico. Por una de esas razones inexplicables Johnnier volvió a creer en Dios y se encaminó en la legalidad. En la legalidad precaria y fantasmal que existe en zonas de conflicto. Una legalidad manoseada por las mafias, que sobrevive y se acomoda a las bonanzas de madera, de coca, de oro y de jóvenes para la guerra.
El Capi tenía que estar en Bogotá al día siguiente, a las doce. Las mochileras querían volar con él aunque no tenían que ir a ninguna parte. La lluvia era un telón sobre Bahía. Johnnier encontró un hotel para pasar la noche y nos aconsejó ir a la salsamentaria para tomar algo, tres cuadras abajo. Allí fuimos y al cabo de media hora empinábamos el codo diez veces por canción. El volumen del reguetón subió hasta callar la lluvia. Frentes ebrias y dispuestas a todo se recostaban sobre una mesa de plástico al frente nuestro. Un hombre se levantó, tenía brazos de boxeador. Su cuerpo camuflado con chancletas y pantaloneta militar rompió el círculo y cogió de la mano a una de las mochileras , llevándosela a bailar.
–¡Ayy Comando!– me dijo el Capi– deberíamos salir de aquí.