Los combustibles fósiles han sido el eje del desarrollo económico global desde la Primera Revolución Industrial, en el siglo XVIII. Están presentes en nuestro día a día, en el transporte, la industria y la electricidad. Pero muchos gobiernos y organizaciones buscan cambiar el patrón actual de emisiones de CO2 y alcanzar el objetivo fijado en los Acuerdos de París de mantener el aumento de la temperatura global por debajo de los 2°C.

Según estudios de la Agencia Internacional de la Energía, la participación  de combustibles fósiles en el consumo mundial de energía primaria no ha variado en los últimos 30 años, manteniéndose en torno al 80-85%. Este dato revelaría que la revolución tecnológica de las energías limpias y la eficiencia energética no ha sido tan radical como algunos piensan.

¿Cuál sería entonces el rol de los combustibles fósiles en un mundo que restringe su uso?

En un escenario ideal, veríamos un significativo avance en innovación y desarrollo de energías renovables, eficiencia energética, sistemas de acumulación y redes inteligentes. También en la captura y almacenamiento de carbono, especialmente para plantas de gas natural, que seguirán siendo parte del paisaje energético por su flexible disponibilidad para la generación de electricidad.

Antes del 2050, deberían consolidarse drásticas políticas que apunten a un futuro limpio. ¿Cómo? Apoyando la transición hacia vehículos eléctricos (con un gran reto tecnológico en transporte aéreo y marítimo), incrementando los impuestos a los combustibles fósiles y prohibiendo la operación de plantas de carbón en la próxima década.

Pero al reconocer que la economía global y sus dinámicas son el principal agente de cambio de nuestra sociedad, y que esta será decisiva en la velocidad o lentitud de la transición energética, aterrizamos en un escenario más realista.

Un ejemplo que refleja que la economía va primero es la estrategia de Estados Unidos de explotar petróleo y gas de esquisto, sustentada en disminuir la dependencia energética del país y maximizar sus ingresos. ¿Acaso no podrían también reclamar los países en desarrollo el derecho de beneficiarse de sus reservas de carbón y petróleo para propulsar su economía, renunciando al Acuerdo de París?

Tal vez esto no será necesario. En el otro extremo del hemisferio, China le está apostando a la competitividad por medio del desarrollo bajo en carbono. La inclusión de fuentes renovables en la matriz energética junto a la flexibilidad en el uso de combustibles fósiles, nos harán ver por más tiempo un escenario compartido. Si bien parece que dichos combustibles no se ausentarán en corto plazo, jugarán el rol de servir como puente hacia un futuro más limpio.

La pregunta que nos queda es ¿qué tan progresiva –y qué tan agresiva­– será esta transición?

 

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