Vivimos tiempos inestables e inciertos, donde Colombia no alcanza a reconocerse cuando de repente ha cambiado.

Acabo de leer en un informe reciente del Instituto Humboldt (Transformaciones Socioecológicas hacia la Sostenibilidad) que el primer Perfil Ambiental de Colombia se elaboró en 1989, coordinado por Diana Pombo Holguín, una persona que marchó al ritmo de su admiración por el territorio colombiano, según me dice su sobrino que es casualmente uno de mis amigos del alma.

Treinta años después el Humboldt presenta un informe para gestionar la biodiversidad en tiempos de transformaciones rápidas. Sus autores –todos ellos investigadores reconocidos en el campo ambiental– son conscientes de que ya no es suficiente comprender y conocer sobre qué estamos parados y qué nos rodea, sino cómo están cambiando los ecosistemas.

memoria ambiental

Pensar que hay tantos informes que han pasado directamente a las estanterías sin provocar debates. Por ejemplo el que cada año realiza la Contraloría General de la República sobre el Estado de los Recursos Naturales y del Ambiente. O el publicado por el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF por sus siglas en inglés)  en 2017, Colombia Viva, que advierte: “de los 85 ecosistemas principales que tiene Colombia, alrededor del 31,3% han sufrido alguna transformación”.

Los tiempos que corren exigen el deber de memoria. El país conoce el significado de la memoria histórica y la Comisión de la Verdad, que comenzó labores la semana pasada, consolida la labor del Centro Nacional de Memoria Histórica para conocer en detalle el pasado social, esperando acabar los ciclos de violencia que hemos sufrido. No se pone en tela de juicio que hay un dolor en la sociedad que solo se cura si se aclaran los hechos y se reivindica a las víctimas.

Pero aún no conozco alguna iniciativa para construir una memoria ambiental que aclare qué es lo que tenemos y cómo está cambiando. Que establezca límites y zonas de expansión a las actividades productivas insostenibles. Pienso que se necesita, no solo por las economías ilegales y legales que están acabando los bosques de la Amazonía y el Pacífico, sino también porque la agroindustria busca su puesto en la altillanura virgínea, la infraestructura atraviesa paisajes impolutos hasta ahora y la desmovilización de guerrilleros ha dejado sin ley cientos de miles de hectáreas destinadas a cambios en el uso de la tierra.

Una memoria ambiental que no sea una nostalgia romántica ni un proyecto utópico o idealista, es decir que no caiga en ideologías, sino que sirva como punto de partida de incontables comunidades enfrentadas a proyectos de desarrollo sin conocimiento científico de su entorno, para definir, basados en su tradición y las características de su ecosistema, qué (y qué no) están dispuestas a sacrificar en aras del desarrollo. Más que marchas y consultas populares desprovistas de información, se necesita información y verdad objetiva –la verdad de la ciencia– para plantear un desarrollo sano.

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Digo lo siguiente sin catastrofismo: el país –el territorio– está cambiando velozmente y lo seguirá haciendo. Como en Inglaterra, Estados Unidos o cualquier país desarrollado, la mano del hombre–o del clima– va a modificar la mayoría de los paisajes naturales que nos rodean. Tomemos por ejemplo el caso de los páramos, que desaparecieron a razón del 17% anual entre 1985 y 2005 según WWF.

Eso no quiere decir que no habrá bosques, ríos o páramos. También las áreas protegidas aumentan en número y tamaño. Y la restauración de bosques compensa parcialmente su destrucción, aunque en Colombia la asimetría es desproporcional: se restaura menos de un tercio de lo que se destruye. El Plan Nacional de Restauración se propone introducir 50.000 hectáreas nuevas de bosque cada año, pero en 2017 se destruyeron 219.000.

Así que mucho de lo que existe hoy pasará por el curso natural de la vida en este planeta: la evolución. Eso significa cambio. Igual cambian las sociedades humanas y no hay que tener museos para cada expresión de cada etapa de nuestras vidas. Pero sí para las expresiones fundamentales. Así como la “antropología de rescate” que practicaron los etnólogos en Colombia recién fundada la disciplina –y que siguieron practicando por décadas, bajo la premisa de que todas las culturas indígenas iban a desaparecer muy pronto– ayudó a la sociedad a comprender la alteridad, una “memoria ambiental” construida desde los territorios puede ayudar a planificar mejor su desarrollo.

Posdata. A propósito de los informes de la Contraloría, qué bello acierto que el ente que vigila las finanzas del Estado sea el que vaya midiendo el deterioro ambiental. Deberían de fundirse más estas dos ramas, la de las finanzas y el medio ambiente. ¿Por qué no fusionar ambos ministerios en un orgulloso y determinado Ministerio de Hacienda, Crédito Público y Medio Ambiente? Le iría mejor al sector Ambiental como hermano menor de Hacienda, así reciba la ropa usada, que por su propia cuenta, ya que en los últimos 18 años ha recibido apenas el 0,39% de los recursos que asigna el gobierno central a cada sector, según informa La Silla Vacía

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